lunes, 5 de mayo de 2008

los mullidares

Es como una perdiz chiquitita, si se dejara acercar, que ya no lo hacen, verías qué colores tán vivos tiene... pero de lejos parece marrón. Mira, eran tan fáciles de cazar, que tu bisabuelo me enseñó a disparar buscándolas, con ese ruido suyo y encima en grupo... él sabía dónde se metían, si en este o en aquel lavajo, para beber; si en este perdido o en el barbecho de Julián; si a esta hora o a la otra.
Fueron desapareciendo del campo, aquellas aves que agrupadas buscaban el agua en las tardes abrasadoras de julio, cuando el sol empezaba a permitir un movimiento bajo su manto de fuego.
Ya no se ven por ahí, las gangas. Tan fáciles de cazar.

Mira, lo que sí que sigue viéndose es a las grullas venir a dormir cada tarde, cuando llega el frío; se meten ahí en los Mullidares, contra el girasol ese que baja hasta el agua, ¿no te lo crees? Vete una tarde de noviembre a eso de las seis, o un poco antes, verás que espectáculo; y cómo gritan, bueno, grúan, que por eso se llaman así. Los Mullidares les gustan, ya ves, yo creo que es porque está blandito el terreno para sacar el brote, porque comen el naciente, ¿sabes?. A los agricultores no les molesta, porque ahora no hacen daño, y no te creas, abonan la tierra a su modo. A veces también se van para el Torrejón del Moro, pero hay menos, que está lleno ya de naves aquello, y mira, como a mí: no les gustan nada.
Cuando el último rayo de sol asoma bajo las nubes de los días de viento del norte, las grullas empiezan a oirse venir desde muchos sitios, y cuando quieres ponerles sitio con la vista ya están encima tuyo, dibujando líneas de pájaros como las que pintabas de crío en los dibujos. Lo que te digo: un espectáculo. A esa hora los pinares son de fuego, todo el campo se vuelve verde, marrón, dorado, pero como si le pusiesen focos, y se te olvida hasta el frío que te corta las orejas. Es hermoso, y las tías que no dejan de gruar, ¡como la Carmen y tu abuela en el comedor! Pero a estas sí que me gusta escucharlas, no lo digas a tu padre, bueno, y menos a la abuela, ¿eh? Un día yo también me voy a quedar dormido contra el lavajo aquel, Dios lo quiera, mientras se queman los pinares de la raya de San Vicente.
Pero, venga, que ya iremos a verlo, vamos ahora hasta donde Santiago, que otra cosa buena del noviembre es llegar al bar con la cara cortada y echar un vino al calor. A ti una Coca Cola, o lo que quieras, venga, vamos a ver a Santiago.Tenía para mi este hombre un algo de desubicado. No alcanzaba a ponerle nombre a esa sensación, pero el abuelo era como un habitante que vivía en el pueblo y fuera de él, en aquel momento y en otros ya lejanos. Atrapado a duras penas por las leyes de la física, el abuelo estaba allí y entonces, si lo que querías era tocarle o hablar con él; pero para encontrarle, para ir a donde estaba, hacían falta una imaginación y una capacidad de abstracción muy grandes. La tarde de la Coca Cola sin hielo donde Santiago no se me borró de la cabeza, pero no fue por el paseo hasta el bar mientras se encendían las farolas, ni por el collejón que me arreó Nani al entrar, sino por una imagen que me asaltó mil veces después, mucho después: la de la bicicleta del abuelo al borde los Mullidares, refulgente al último rayo del sol gélido de noviembre, los pinares tintados de rojo, plomo en el horizonte, y una línea de pájaros en algún lugar sobre la cabeza, gruando; siempre gruando.

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